lunes, 22 de febrero de 2010

“Oh, Dios mío” en el Auditorio Ben Amí.-*


Con ribetes de drama existencialista y de fábula pero en clave de comedia, la obra teatral de la autora israelí Anat Gov en versión de Juan Freund cita a un Dios abatido en el consultorio de una psicóloga. Aquí, Él se permite reír cuando tropieza con un corpiño de su interlocutora, aunque también se angustia: “Creé al hombre para darle de comer a los animales, pero destruye el mundo”, hace eco en la sala, cuyas dimensiones atentan contra la intimidad del texto.

Por María Daniela Yaccar
Fotografía gentileza de Oh, Dios mío

Buenos Aires, febrero 16 (Agencia NAN-2010).- El hombre tiene un problema: Dios. ¿Cuántas veces ese de arriba --o cualquier similar envestido por estatuto de omnipotencia-- se llevó la culpa de pesares personales o de media hora de noticiero? “¡Dios me libre!”, “¡Me cago en Dios!”, o simplemente dejar de creer. Cualquiera que padezca, aunque de lejos, la guerra o el hambre podrá entender. Más aún, cualquiera que haya decidido convertirse al ateísmo. El razonamiento es Regla de Tres: Dios es todopoderoso; la guerra es mala; la guerra es culpa de Dios, que no se sabe para dónde cuerno está mirando. Pero la cosa no es tanto creer o reventar, sino depositar la miseria humana en un objeto externo. Sobre eso se interroga Oh, Dios mío, obra teatral escrita por Anat Gov y dirigida por Juan Freund, que se presenta todos los jueves y sábados a las 21 en el Auditorio Ben Amí (Jean Jaurés 746).

Aleccionadora --con moraleja y todo--, filosófica y existencialista, la pieza es aún así una comedia, ya que se permite bordear el humor. Sobre todo porque narra un encuentro bien particular: el de una psicóloga y Dios. Ellá (interpretada por Silvia Franc), una terapeuta especializada en niños con dificultades de aprendizaje, manda a su hijo a ver Shrek mientras aguarda a su próximo paciente. Se la nota alterada, histérica: percibe que quien está por golpear la puerta le representará un nuevo desafío. Quien ingresa se da en llamar Señor D. (Eduardo Wigutow), un hombre de sombrero, lentes, bigote y presencia potente, sin ánimos de develar su identidad. Actitud que, claro, no es bien recibida por ella y que da lugar a un comienzo tenso, amenazado constantemente por el abandono. Hasta que, en un momento, el Señor D. deja a un lado su misterio y decide responder el cuestionario propuesto por Ellá.

Él dice que es un artista mutifacético de 5.770 años. La terapeuta se inquieta y le propone derivarlo a un psiquiatra, pero él se niega. “Necesito que me escuchen. Algo terrible va a ocurrir.” Y ahí, sin vueltas, con la voz bien grave y con la advertencia de la música de Gabriela Goldman que no llega a ser tétrica pero que ilustra el enigma, el Señor D., hundido en la desesperación, se anuncia: “Soy Dios”.

Al principio, la relación entre ellos es de lo más tirante, porque ella tiene dificultades para creer en Dios. El diálogo adquiere calidez cuando finalmente recupera la fe, luego de varias pruebas. El Dios de Freund resulta tan omnipotente como para hacer llover según su antojo, pero tan humano como para llorar por el desconsuelo que le producen los errores del humano. Es un Dios que, cansado de escuchar las quejas de los hombres “que nunca agradecen nada”, pide a gritos compasión y hasta, parece, se esfuerza por dar lástima.

La humanización de Dios es uno de los puntos más interesantes de la pieza: Dios es capaz, incluso, de usar su poder divino para presionar a Ellá y continuar con la sesión. Lejos de valerse de arengas, es realmente un tipo deprimido que no sabe qué hacer con su vida y que se ríe cuando se sienta sobre el corpiño de su terapeuta. En cuanto al problema de Dios, justamente aquí se invierte la ecuación: es el hombre. “¿Por qué creé a ese maldito? Lo hice para darle de comer a los animales, regar las plantas…. Pero él destruye el mundo, contamina ríos, genera baños de sangre”.

En la indagación por su psiquis, no faltan las críticas a la deidad. De hecho, terapeuta y Dios llegan a la conclusión de que lo que él persiguió al crear al hombre es sentirse amado --lo que busca cualquier persona, según la terapeuta-- y que, cuando no lo consiguió, se vengó. Así, pasean por el texto bíblico para poner el acento en algunas desgracias, como la violencia entre hermanos --por ejemplo, entre Caín y Abel-- o la muerte de los hijos de Job --aunque habitualmente se le eche la culpa al Diablo--. En su afán por conseguir la atención de su amigo, y consciente de haberla perdido, Dios se habría dado la licencia de no garantizar su bienestar.

Por eso es que la cuestión no es creer o reventar. Freund explica muy bien la idea que gira en la obra y cómo conjuga con sus trabajos anteriores. “Todo lo que escribí o dirigí a lo largo de mi trayectoria profesional, tenía un fuerte contenido y preocupación por lo social. Vamo y vamo y Al fondo a la izquierda son dos grotescos sobre los recursos humanos para poder sobrevivir en situaciones límites. Bienvenido Sr. Mayer, pieza autobiográfica, habla de la ilusión de un holocausto perdonado y la culpa redimida. En Tribunal de Mujeres (escrita por Naomí Ragen), abracé la defensa de aquella mujer que lucha contra los fundamentalistas que le arrebataron a sus doce hijos. Y ahora con Oh, Dios mío mi búsqueda es realizar el siguiente interrogante: el hombre que mata, asesina a millones de niños y ancianos, ¿está hecho a imagen y semejanza de Dios o se ha creado un Dios a su imagen y semejanza?”

El hombre como proyección de Dios y Dios como proyección del hombre es la reflexión que recorre la pieza y que representa una inteligente lectura sobre la actitud del ser en el mundo y sus creencias o inventos, sin la violencia indiscreta que habitualmente caracteriza a algunos textos religiosos. En cuanto a detalles técnicos, se destacan la música y la iluminación, aunque las dimensiones de la sala --demasiado larga y angosta-- no permita que lo que ocurre arriba del escenario adquiera su merecida cuota de intimidad.

*Publicado en Agencia NAN el 16 de febrero de 2009.

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